Sunday, November 18, 2012

¿Debe la literatura formar éticamente a sus lectores?



Por Carolina Andújar

“Es un asunto de suma importancia que los cuentos de hadas sean respetados. Quien los altere para acomodar en ellos sus opiniones, cualesquiera que estas sean, es culpable, según creemos, de un acto de presunción, y se apropia de aquello que no le pertenece” (Charles Dickens).

El postulado en sí es el reflejo de una sociedad enferma, tanto que bien puede leerse de este modo: ¿debemos usar el arte como mecanismo de control mental? El arte, refugio del librepensador, catarsis del iracundo, terapia del neurótico, suprema expresión de la fantasía, no puede ser usado como vehículo de adoctrinamiento de las generaciones a venir. La expresión artística —si realmente ha de reflejar la visión personal y desinteresada del autor— no puede estar ligada a una obligación moral para con otros, pues dejará de ser arte para convertirse en un texto de carácter moral y educativo.

La única obra literaria que debe pretender formar éticamente a los lectores es la fábula pues tal es su propósito: moralizar, educar. La obra literaria que tenga este fin se convertirá necesariamente en una fábula, o bien dejará de ser literatura. Si el artista, aquí un escritor, tuviera alguna obligación para con su obra (porque es suya si ha de ser personal y desinteresada), tal obligación se la impondría su propia conciencia, es decir, sería una responsabilidad del autor para consigo mismo, y consistiría en ser libre en el momento de expresarse por medio de la creación. Si arte implica libertad, deber implica esclavitud. Estas dos palabras no deben estar en la misma frase.

El interrogante parte, además, de la idea de que la obra ha sido concebida para un grupo limitado de individuos y que ciertos sectores de la sociedad no deben ser partícipes de algunas formas de arte. Debemos, pues, preguntarnos si la literatura infantil y juvenil es realmente solo para niños y jóvenes: es muy improbable que Andersen haya escrito La sirenita con cientos de pequeñines en mente sin esperar que algún adulto lo leyera, así como sería insensato creer que Sade se propuso en algún momento impedir que algún menor de dieciocho leyese Los infortunios de la virtud.

Con el surgimiento de la LIJ como tal, algunos autores han tomado la decisión de escribir con una audiencia específica en mente, como ocurre más a menudo en el caso de la literatura infantil, donde el autor emplea conscientemente un lenguaje sencillo y recrea situaciones atrayentes para el párvulo que son relevantes en su etapa de desarrollo. No por ello debe, aun así, incurrir en el error de enfocarse en enseñanzas morales que pertenecen a la mente racional adulta, contra las cuales, a causa de la etapa de desarrollo correspondiente, la psiquis del niño se rebelará instintivamente:
"Las obras literarias puramente instructivas les disgustan; suelen ser rechazadas y difícilmente cumplen su fin; cuando ello sucede es bajo una tenaz presión. Los libros educativos también suelen llevarnos fácilmente al equívoco porque los niños perciben de inmediato que las historias contadas en estos libros no tienen ningún aire de realidad y que quienes las recomiendan se guardan muy bien de no leerlas nunca, porque ellas son fabricadas especialmente para 'educarlos'. ¿Cuáles son, entonces, las lecturas verdaderamente provechosas para los niños? Sin duda las de distracción y placer y aunque las anteriores se conservan para la preparación de los niños, a las últimas es necesario darles un lugar importante porque son las que verdaderamente responden a las necesidades del niño, y ejercen, o pueden ejercer, una influencia muy feliz en el desarrollo de su psique" (Jesualdo Sosa).

Quienes desean alterar la literatura para convertirla en material educativo han pretendido que quienes los rodean olviden el verdadero significado del arte, encegueciéndose ante lo evidente por medio del chantaje colectivo tal y como ocurre en las páginas de El traje nuevo del emperador: puesto que educar contra viento y marea está en boga, si nos resistimos a la empresa de aleccionar éticamente al párvulo por medio de la literatura, no debe sorprendernos que se nos tilde de necios, quizá incluso de desalmados.
Por suerte, el propósito del moralista suele ser fútil. El niño y el artista genuino rara vez caen en su trampa, el primero por carecer del morbo que proviene, precisamente, de la censura, y el segundo por la libertad de espíritu que lo caracteriza, la cual le permite crear. Para el autor que se respeta como tal, “el libro más sucio de todos es el libro expurgado” (Walt Whitman): todo artista ha debido enfrentarse a algún tipo de censura social o moral a la cual se opone con vehemencia y la cual, justamente, lo ha obligado a desarrollar la habilidad de traspasar las normas que lo restringen por medio del arte como modo de expresión. La misma censura es, pues, propulsora involuntaria del arte.
  
Para consuelo de quienes intentan censurar el arte o adaptarlo a una necesidad educativa y para solaz de aquellos que desean proteger una inocencia idílica que claramente no es el rasgo predominante del mundo en que vivimos, la obra literaria expone en general algún conjunto de valores (aunque con menos frecuencia en la lírica), correspondan o no estos valores sinceramente a la ética personal del autor, pues todo artista tiene el derecho de acomodar su sistema de valores según su obra si así lo desea, así como también tiene el derecho de manipularlo para enriquecer la historia si ha de darse plena libertad creativa.

Con tal suerte cuenta, pues, el educador moralista, que el contenido la obra permite que la editorial encargada de difundir el material literario decida a qué tipo de público destinarlo, y de tal modo restringirlo o expandirlo por medio del mercadeo adecuado. Esto desalienta al artista apasionado, pues se le impone a su creación una serie de limitaciones imaginarias a las cuales él, como creador, jamás habría sometido su obra aun antes de iniciarla. Limitaciones como esta suponen una condena para quien crea desde el mar oscuro y revuelto de su inconsciente y no desde una cuenta bancaria o desde el deseo de controlar a los demás.

Sin embargo, el editor sensato llevará a cabo dicha clasificación de la obra literaria con base en el lenguaje y la temática empleados por el autor, teniendo en cuenta únicamente las preferencias de los lectores y no así el trasfondo moral de la obra, pues buscará fomentar el placer que la audiencia deriva de la lectura en vez de imponer al niño o adolescente un sistema de valores predeterminado. No insultará la inteligencia del lector decidiendo por él lo que debe estar fuera de su alcance o lo que le será provechoso en términos éticos. La labor del editor se centrará, pues, en presentar un material literario de calidad que interese a la audiencia y pueda ser asimilado por ella: “Si todas las imprentas estuvieran decididas a no imprimir nada hasta estar seguras de no estar ofendiendo a nadie, muy poco sería impreso” (Benjamín Franklin).

Debemos diferenciar, sin embargo, la literatura infantil de la juvenil, pues si bien es cierto que el autor está en libertad de escribir con una audiencia específica en mente, también es cierto que la obra que interesa más a un adolescente no suele ser la que cautiva al alumno de preescolar y vice-versa. Aun así, puede haber excepciones, por lo cual no debemos restringir el material literario so pena de limitar el desarrollo espontáneo del lector o insultar su inteligencia: “Prohibir la lectura de ciertos libros es declarar a [sus lectores potenciales] tontos o esclavos” (Claude Adrien Helvetius).

Insistiremos, a pesar de lo anterior, en que el artista genuino crea primero para sí y luego para los demás, movido en primera instancia por la pasión de crear, y haremos hincapié en que es precisamente este ejercicio de la voluntad creativa el que contiene el poder inherente de impactar o cautivar a una audiencia. No dejaremos de reconocer que un sinfín obras se adapta a los parámetros de LIJ de las editoriales por azar y no porque el autor así lo haya deseado: el contenido de estas obras puede ser más o menos explícito, el lenguaje empleado puede ser fino por estética o sencillo porque se ajusta mejor al narrador, y la obra puede reflejar fielmente el sentido de la ética del autor por medio de la polarización del vicio y la virtud, como también puede ser una obra perfectamente amoral o expresar ambigüedad moral como recurso narrativo, concuerde lo anterior con el sistema de valores del autor o no.
Recordemos, aun así, que es más sencillo y natural para el autor recrear la polarización del vicio y la virtud por medio de una perspectiva moral que le atañe que estudiar o inventar un sistema de valores ajeno cuando, de hecho, puede usar lo que conoce mejor para enriquecer la narración. Así pues, su sentido de la ética estaría presente en la obra aun si la idea de tener algún deber moral para con otros en lo concerniente al arte no hiciera parte de su filosofía personal. Exponer su sistema de valores en la narración es su elección, pero no es ni será su obligación. Si llegase a creerlo, la imposición moral extinguiría la magia de la creación.

Ahora bien, la libertad creativa del autor ofrece una recompensa preciosa al lector, quien es receptáculo de los contenidos de la obra. Especialmente en el relato de ficción, el autor revela su alma en la medida en que se expresa con libertad. Como bien lo dijo Samuel Butler, "el trabajo de cada hombre, ya sea literatura o música o pinturas o arquitectura o cualquier otra cosa, es siempre un retrato de sí mismo". Cuando una obra es realmente libre, el lector tiene el privilegio de acercarse al alma del autor por medio de la literatura. La obra de arte, si es auténtica, siempre será una expresión de la psique de su creador (y no necesariamente de su ética, la cual es estrictamente racional): sus miedos, fobias, pasiones, deseos, vacíos, arquetipos dominantes y obsesiones están plasmados en la ficción: “Pues los libros no son en lo absoluto cosas muertas, sino que contienen una potencia de vida dentro de ellos para ser tan activos como el alma de la cual son progenie; no, ellos conservan como en un tubo de cristal la más pura eficacia y extracción de aquél intelecto vivo que los engendró” (John Milton, Areopagitica).

La única contribución válida como medio educativo de la obra literaria, si no quiere dejar de ser arte, es, como lo anterior, universal e involuntaria, y consiste en dar el mejor ejemplo posible del uso correcto de la ortografía y gramática. Por su inmensa relevancia, irrita pensar siquiera en querer educar al lector de alguna otra forma. Sin embargo, se nos ha preguntado si la LIJ tiene el deber de transmitir un sistema ético al joven lector. ¿A qué tipo de ética nos estamos suscribiendo? ¿Utilitaria, deontológica, relativista, nihilista, la ética del "divine command", teleológica? La ética no puede ser, por supuesto, universal, y carecemos de una aclaración.

Aun así, sin importar la clasificación de la ética que en teoría deseáramos promover, es inmoral tratar de formar éticamente a otros, pues supone no solo que los otros están desprovistos de ética personal sino que nuestro sistema de valores es mejor que el suyo. Escribir con el fin de imponer nuestra ética personal al lector es desear quitarle toda libertad de determinar por sí mismo cuáles son los valores correctos. Todo ser humano debe tener la dignidad de ser considerado un ser racional y autónomo (Kant), y el postulado trata al lector infantil-juvenil como un ser desprovisto de autonomía al que podemos moldear.

Es igualmente inmoral suponer que es más fácil influir a individuos más jóvenes que nosotros y querer, por ello, modelarlos a nuestro antojo: ¿es más débil la voluntad del niño o el adolescente que la del adulto? No lo creemos así. “¿Alguna vez escuchaste a alguien decir: ‘sería mejor prohibir ese trabajo porque yo podría leerlo y quizá sería muy nocivo para mí’?” (Joseph Henry Jackson). Por otra parte, es imposible modificar a otra persona sin tácticas de manipulación, y el deseo de manipular la voluntad ajena es inmoral. Por todo lo anterior, podemos argüir que el postulado es esencialmente inmoral.

Por fortuna, en lo que no se refiere a su pericia como futuro escritor o individuo que no tiene motivos para avergonzarse del uso que da regularmente a las reglas del idioma, no es posible moldear a alguien más por medio de la literatura. Como ya lo expresamos, intentar modificar el sentido ajeno de la moral por medio de palabras es, generalmente, una iniciativa fútil. Y decimos que es una fortuna que sea de este modo, pues el postulado anula la libertad tanto del creador como del lector, tanto así que afirmaremos que la idea proviene de una megalomanía didáctica desde la cual se pretende ser el artífice de de otros seres quienes jamás llegarían a ser personas correctas sin nuestra influencia, fantasía tan malsana como absurda.

Admitiremos, aún así, con el fin de fomentar una discusión saludable, que los seres humanos (no especialmente el niño  o el adolescente) incurrimos en el hábito de imitarnos unos a otros cuando no nos aferramos a un sentido de identidad única o cuando no nos esforzamos en hacer uso consciente de nuestra voluntad independiente dentro de nuestro entorno inmediato, y por ende el lector (niño o adulto) que carece de un fuerte sentido de identidad propia podría experimentar la propensión a imitar temporalmente, de modo voluntario o involuntario, a los personajes de la ficción. No olvidemos, aun así, que el ejemplo palpable, es decir aquel que damos por medio de nuestros actos, suele ejercer mayor influencia sobre aquellos que nos rodean que ninguna manifestación artística o discurso: “Los niños son educados por lo que el adulto es y no por lo que dice” (Carl Gustav Jung).

El autor que tiene el privilegio de conversar con el lector adolescente podrá constatar que, por lo general, este no desea detenerse a interpretar en detalle los valores abstractos en la obra literaria. No es que el lector juvenil no posea la facultad de descubrir la perspectiva moral de la obra y tampoco es el caso que no pueda implementarla si así lo deseara: se trata, simplemente, de que no es esta la fuente principal de su interés como lector, y está en todo su derecho de prestar especial atención a otros aspectos de la obra: si como lectores buscáramos forjar nuestra ética personal por medio de la literatura, pasaríamos nuestros días leyendo a Esopo.

Cuando interactuamos con el lector juvenil sin desear convertir nuestra obra en un vehículo de redención moral para él, descubrimos que con frecuencia lo que el adolescente exalta de la obra gira en torno a su estética, a las técnicas de interacción social descritas en ella, a la recreación de un ideal de pareja, a las emociones que la obra suscita. Una obra literaria tiene muchas dimensiones, y somos de la opinión que el adolescente se centra en los aspectos recién mencionados pues cada lector se relaciona instintivamente con los aspectos del libro que son más relevantes en su cotidianeidad. Un lector más maduro, por ejemplo, quizá otorgue más importancia a la ideología teológica de la obra, a su trasfondo social, histórico o político, a la precisión narrativa y, por qué no, al sistema de valores expuesto en ella, lo cual no quiere decir que el lector adulto desee imitarlo en modo alguno.

Cabe mencionar que a partir del diálogo con el lector adolescente se observa un fenómeno interesante: en muchos casos, el villano es sujeto de su admiración. Esto se explica fácilmente con el hecho de que, por naturaleza, deseamos alejarnos del sufrimiento, y en la literatura de ficción los héroes suelen ser víctimas.  Aunque al final del libro los villanos reciban su justo merecido, el hombre (no solo el adolescente) quiere soluciones a corto plazo, las cuales son comúnmente ilustradas por medio del personaje del villano. Miles de obras de ficción que ilustran las bondades y recompensas de perseverar en la virtud hasta el final no han logrado que un solo lector deje de buscar soluciones a corto plazo: “Escribí una canción acerca del hilo dental. ¿Acaso los dientes de alguien están más limpios?” (Frank Zappa).

Pero el nulo resultado obtenido en cuanto a transmitir los más bellos o útiles valores a la audiencia no debe decepcionarnos, puesto que el verdadero artista crea con el propósito de entretener y no de educar. Entretenerse primero a sí mismo por medio de la expresión artística y luego a los lectores con una historia que exalte sus emociones. De este modo, el lector vive la narración como si fuese real y, para inmenso deleite del autor, la audiencia juvenil no deja de leer ejemplares voluminosos que muchos adultos habrían descartado de plano por su longitud. El resultado es, entonces, la lectura por el placer de la lectura, aquella elusiva y respetable meta de editores, padres de familia y maestros de literatura que se caracterizan por su sensatez, y el único objetivo del artista: “Los verdaderos héroes son los libreros y maestros quienes, no sin correr grandes riesgos, se rehúsan a acostarse y hacerse los muertos ante la censura” (Bruce Coville).

Si queremos que los lectores, en especial los niños y adolescentes, disfruten de la lectura, tenemos que permitir que el escritor sea un artista y no debemos pretender convertirlo en educador moral. Después de todo, está claro que solo dejando de lado la imposible tarea de controlar nuestro entorno seremos dignos de ser llamados artistas. La ausencia del deseo de forjar éticamente a la audiencia es solo una de las muchas manifestaciones de respeto que el lector merece, es algo que debería ser prioritario tanto hacia quien lee como hacia la obra, y es algo que el lector aprecia y agradece conforme da vuelta a cada página de un libro. El escritor debe hacer de la lectura un medio de esparcimiento y no una penosa labor.
En contraste, quien se atenga al postulado exaltará en su obra valores que asume son los mismos que los directivos escolares con poder de decisión o los padres de familia desean inculcar a las nuevas generaciones. Aunque deberíamos siempre referirnos a este proceder por su nombre, corrupción, frecuentemente nos vemos en la absurda posición de defender un texto literario desde un punto de vista ético o moral para que este pueda ser aceptado en instituciones educativas cuando, por desgracia, en el caso excepcional de que los valores del autor se ajusten sinceramente a aquellos que predominan en su sociedad y decida plasmarlos en su obra, esta no tendrá nada original que aportar a la audiencia sino que más bien contribuirá a derrotar su espíritu por medio de la reiteración y la monotonía.

Banalizar el arte de tal modo, tratarlo como mercancía desde su concepción, es la razón por la cual las estanterías de las librerías están repletas de publicaciones demagógicas, de obras que nacen muertas y son idénticas entre sí. También es la razón por la cual ni los jóvenes ni los adultos quieren leer: “La censura alcanza su plenitud lógica cuando a nadie se le permite leer nada excepto aquellos libros que nadie lee” (George Bernard Shaw). No hay ningún arte en tal seudo-literatura, meretriz de educadores y sicólogas empresariales, un adefesio listo para culpabilizar el pensamiento original, para acusar al rebelde, para formarlo y moldearlo: “El miedo a corromper la mente de la generación más joven es la forma más enaltecida de cobardía” (Holbrook Jackson).

La pregunta del postulado es, pues, apropiada únicamente para el editor, cuyo objetivo es, por encima de todo, vender. Entonces, la respuesta podría ser: "Sí. ¿Por qué no destinar a la juventud un libro cuyos sólidos y edificantes valores quizá promuevan en ella aun cuando sea temporalmente el deseo de comportarse con integridad y expresar compasión, sencillez, perdón, generosidad, amor?" El problema consiste en que, en este caso hipotético, hemos hecho referencia a algunos valores tradicionalmente cristianos que predominan en la mayor parte de los gobiernos democráticos de nuestro tiempo, sin tener en cuenta que otro editor podría intentar promover, por ejemplo, los valores de un régimen totalitario (uno bastante más apropiado para hablar de censura y acomodamiento artístico): recordemos el caso de Khomeini, quien percibió en la obra de Salman Rushdie una amenaza para su conjunto de valores particular, llegando al extremo de solicitar el asesinato del autor. Así pues, si decidimos que es aceptable imponer nuestros valores a la sociedad en que vivimos por medio de la manipulación del arte y la censura, debemos aceptar que otros lo hagan también a su modo en la suya: “Todos podemos pensar en un libro que esperamos que ninguno de nuestros hijos o nietos haya tomado del estante. Pero si yo tengo el derecho de retirar [permanentemente] ese libro del estante –ese libro que aborrezco-, usted tiene el mismo derecho de hacerlo y, por consiguiente, cualquier otra persona. Y entonces no va a haber libros en el estante para ninguno de nosotros” (Katherine Paterson).

Suponer que una serie de libros puede realmente modificar la conducta de las nuevas generaciones cuando estas se desenvuelven en un ámbito hostil o reciben enseñanzas de doble moral por parte de los padres o educadores es darle demasiado crédito a la literatura. De veras, se espera demasiado del arte, y en cualquier caso se espera lo que no se debería esperar. Así pues, un ineludible interrogante se yergue ante nosotros: ¿Qué debemos esperar del arte? Por encima de todo, debemos esperar una reacción. Debemos esperar que suscite emociones. Que entretenga. Que estimule la imaginación o el surgimiento de nuevas ideas. Al escritor debe satisfacerle por entero que su obra entretenga y provea un espacio, aunque breve, para la reflexión.

Por último, si los padres de familia y educadores esperan tener algún aliciente ético sobre las nuevas generaciones, deben intentar formarse a sí mismos en vez de desplazar toda la responsabilidad del mañana hacia la juventud o hacia el artista:
“Los chicos están viviendo todos los días las historias que no los dejamos leer” (Josh Westbrook). En la actualidad, la población mundial mayor de 65 años de edad oscila entre el 2% y el 18% dependiendo de la nación, y sigue siendo uno de los segmentos de la sociedad que tiene más poder económico y político. La visión globalizada de nuestra era parece, sin embargo, querer invalidar no sólo su influencia sino su existencia misma, y esta es la causa de que se asuma con tanta ligereza que sólo la juventud tiene el potencial de decidir el curso del mundo, cuando nada podría estar más lejos de la verdad. Si el deseo de descargar el peso del futuro sobre los más jóvenes es tan cobarde como contraproducente, el de menospreciar el poder de decisión de los mayores es inadmisible, además de peligroso. Debemos reparar en el hecho de que jamás hemos conocido un mundo poblado por una sola generación y, ya que rara vez estamos listos para la muerte, prepararnos para vivir largo tiempo y ejercer nuestro poder de decidir y cambiar continuamente, reexaminando nuestro sentido de la ética personal con cierta periodicidad.

Los adultos deben, pues, intentar ser consistentes en palabra y ejemplo, y no deben disfrazar de intenciones didácticas su temor de haber fracasado como individuos, anulándose en favor de los más jóvenes. Por lo demás, no les vendría mal leer algunos libros de LIJ que, por un rótulo imaginario, están fuera de su alcance: quizá se topen con algunas virtudes que nunca pusieron en práctica o dejen de esperar que sus hijos sean héroes y princesas cuando ellos, los únicos que tienen el deber de criarlos (y no de adiestrarlos como animales sin libre albedrío o de mimarlos al punto que se crean dueños del mundo), son los más temibles ogros y las más viles de las brujas: “Si hay algo que queramos cambiar en el niño, debemos primero examinarlo y ver si no es algo que podríamos, más bien, cambiar en nosotros mismos” (C. G. Jung).